Son las tres cincuenta de la mañana
y vuelvo a hallarme como un pervertido;
ojos como platos tras tu ventana
y viéndote sin vidrio ni persiana.
Llegada esta hora, no tiene sentido
plantearme tu belleza mundana
y por eso, lo único que te pido
es que te quites con gracia el vestido.
Ya lo veo deslizarse sin prisa
arañando cada curva con rabia
como queriendo arrancar tu piel lisa.
Gracias a la gravedad, fuerte y sabia
la prenda cae al suelo sumisa,
enseña tu cuerpo y me deja en babia.
En el tocadiscos:
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