lunes, 26 de agosto de 2013

Seguimos aquí.

Tenemos el mundo a nuestros pies
las estrellas entre las nubes
todos los libros justo delante.
Nos falta tiempo -pensamos a veces-
nos falta valor -callamos casi siempre-.
Nos marchamos jóvenes con planes de volver
sin rencor en la mirada
agradecidos no agraviados.
¿Qué es lo que dejamos atrás?
¿Qué es lo que buscamos?
¿Qué es lo que necesitamos?

¿Qué fue de las preguntas importantes?

Estamos aquí leyendo historias de abuelos
que hicieron lo que nosotros (pero de otro modo)
que curtieron su piel en estos aires
sin opción de desesperanza
agradecidos no agraviados.
Escuchamos los errores de la experiencia
y no tenemos ninguna experiencia con la que errar.
¿Quién nos trajo aquí?

Volamos como los pájaros con instinto
llenas las maletas de papeles
húmedas las plumas del ego.
Estamos aquí sumando méritos
aumentando porcentajes
entendiendo cada mentira
esperando a navidad.

Pero aunque somos muchas soledades
leyendo otros tantos cuentos
quizá podamos algún día reconocernos
reconocernos como aquellos
que se fueron y aprendieron
sin temor ni desconfianza
agradecidos no agraviados.
¿Quiénes seremos si no?




En el tocadiscos:
Tulsa  -  Ya no somos invencibles

miércoles, 21 de agosto de 2013

Por lo que no pudo ser.

Que no me quiten nunca un buenos días
por muy viejo que esté el amanecer
ni mermen más mis sanas correrías
ni pase aún tu edad de merecer.

"Yo ya sé todo lo que hay que saber
de labios rojos y tascas vacías;
ya perdí los trenes que hay que perder...
ya no me brillan los ojos", decías.

Encajo en mi pecho tu ya no más
igual que los perros ladran si ver
a lunas nuevas u otras alimañas

y aunque cuando despierte no estarás
beberé por lo que no pudo ser
por tu boca, tu ombligo, tus pestañas.

miércoles, 14 de agosto de 2013

Redención.

La noche cae sobre los tejados como si se hubiera volcado un tintero. Los árboles ya no quierbran el horizonte y se entregan al cielo. Pasan coches no muy lejos dejando navajazos de ruido. Un perro ladra con equivocada intermitencia. Él se acurruca usando la mochila de almohada y guarda las manos juntas entre las rodillas. Cejas espesas y muy separadas protegen los ojos claros, fijos más allá de la nueva oscuridad. Algunas pecas manchan sus mejillas y los labios son estrechos y prietos, estoicos en toda su anchura. Hace tanto tiempo que no se quita el gorro de lana que ya no importa el color de sus cabellos.

Huele a humedad, una humedad espesa y áspera. Se pregunta en qué piensa ella. Estará cansada, pero no dejará que el día se vaya sin más. La imagina tumbada, envuelta en velas de barco que resplandecen como si tuvieran luz propia. Dos niños desnudos flotan en segundo plano. Los ve, pero no están ahí: su naturaleza incorpórea es el recuerdo fijo de los pecados. Se estremece al paso de una ráfaga de viento, pero la imagen no cambia. Se siente tan cerca que quiere prender fuego a las telas con ella dentro y abrazarla en un rito demoníaco. Fundirse y ahogar a los niños entre el humo y las pavesas incandescentes, que no son sino inquietos brotes de muerte. Es de los que piensan que venimos aquí a morir de forma legendaria. No para el mundo, no para la historia: legendaria para uno mismo. Cada paso, cada conversación, los amigos que dejamos atrás en el camino, los desperdicios que recogemos de las cunetas. Aunque la mayoría de los nudos que damos a lo largo del tiempo son fruto de la casualidad, los tirones son intencionados y conducen inexorablemente al cabo. Y al fin. Espectacular queremos que sea. O digno. Estamos siempre condicionados por los demás, pero tenemos el deber de morir para nosotros.

Aparece un anciano al que no conoce. Está arrugado, reseco, tiene orejas enormes igual que el más viejo de los elefantes. Viste una túnica o acaso una sábana debajo de la cual parece no haber cuerpo alguno. Se acerca a ellos, que siguen ardiendo en una orgía de dolor y redención. Cualquier iluso creería que es Dios, se dice. Cuántos habrán encontrado el sentido de su existencia en algo tan pueril. Pero sabe que no es más que la vergüenza. La Vergüenza. El viejo los atraviesa sin mutar su gesto, pasa al fondo y como si fuera un árbol de granito se queda inmóvil entre los dos niños rodeados de retales de fuego.

Pasa mucho tiempo o esa sensación le embarga. La excitación se estira y se hace ligera hasta ser un nerviosismo latente y cansino. Abre los ojos en su ensoñación y se descubre tendido entre rescoldos y harapos a medio quemar. Alrededor sólo hay nada; un vacío ceniciento. El anciano ha vuelto a su tumba y los niños a los vientres de sus madres. No se oye el silencio.

Despierta temblando y con la cara dolorida a causa del frío. El día clarea lentamente.




En el tocadiscos:
Editors  -  The Weight