martes, 7 de septiembre de 2010

Cenizas.

Llueve ahí fuera. Seguramente huele a esa mezcla de polvo y hastío, a ese mes de Agosto putrefacto. Sus cenizas me han manchado entero. Normal. Como pasa siempre, es peor lo que viene después del fuego. Seguramente huele a eso. Aquí no hay nada. Solía oler a incienso, a pies, a grafito, a desodorante, a celulosa, a madrera, a franela. Solía oler a música, a matemáticas, a ceños fruncidos, a castigo, a tic-tac. Solía. Las paredes se dignaban a veces a dedicarme alguna mirada cómplice. Las ventanas me dejaban respirar de vez en cuando. Ya nada.

Antes me preocupaba de cerrar las puertas del armario. El monstruo que vive dentro tenía la costumbre de estropearme los sueños. Pero ya ni eso (o quizá es que ya no sueño...). De par en par están, con sólo la ropa colgando con desgana, como cuelgan los despojos de motivación de mis neuronas. Sacrificio vano.

Es conmovedor ver cómo ramas del árbol se van quebrando y quedan sujetas por una corteza, una beta, algo casi intangible. La savia llega ahí y, con cara de sorpresa, se da la vuelta y busca otro sitio. Litros de lágrimas afloran en mis ojos al ver cómo ese ser vivo se va rompiendo. Brazo a brazo. Seguro que sufre lo indecible. Mejor hubiera sido talarlo de joven. Y hacer una buena chasca con la que quemarme las manos. Ahora es demasiado trabajo. Será mejor esperar a que muera agonizante, como un anciano, inútil en su silla de ruedas. Caerá por su peso. Y esperemos que debajo haya algo que de un poco más de gracia al momento. Algo que suene seco. Chof. Y que sangre, a ser posible. El ocre y el rojo combinan bien.



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