Es extraña la vida de esos entes formados por finas láminas tatuadas y amordazadas por uno de sus filos. Cosidas, grapadas, encoladas. A veces hasta con hojas sueltas, inquietas, siempre dispuestas a salir huyendo. Poblados de miles de hormigas alineadas como soldados arduamente entrenados. Adiestrados. Hablando en silencio.
Diego y Leticia explican muy bien lo que son. Composición, indicaciones, posología, contraindicaciones, precauciones, efectos secundarios e interacciones.
Mi relación con ellos es tortuosa. Me obsesiona su textura, la dureza de su tapa, su grosor, su olor. Times, courier, tahoma. Reciclado, hoja fina, poco margen. Trato de que su paso por mis manos los transforme. Poder, de algún modo, intervenir en sus vidas. Quizá como ese libro manchado de aceite: "A mí me leyeron mientras comían una hamburguesa" denuncia ofendido. Acaso como ese otro con una página pintarrajeada: "Fui leído por una mujer con un hijo travieso" confiesa con una amplia sonrisa. O, ¿por qué no?, como aquél con billetes de tren y recibos de compra entre sus hojas: "Me trataron como una lectura ligera de tren. Todo el día para atrás y para delante. Soy un auténtico viajero" afirma orgulloso. Si olvidar ese gordo de bordes dubitativamente zigzagueantes: "¡Me caí en un charco!".
Pero es imposible. Salen siempre ilesos. Paso mis ojos sobre cada uno de sus rincones sin contemplaciones, como una espada. Estrujo cada frases con saña. Y nada. Impertérritos. Sin herida alguna que el tiempo pueda cicatrizar o hacer más profunda y grave.
Hubo un tiempo en que cada cierto número de páginas, aplicaba un momento al objeto generando arrugas longitudinales en su lomo y enarcando portada y contraportada. Acabada la lectura, el libreto era mucho más maleable y estaba soberbiamente manido, pero era obvio que este daño era fruto de una agresión premeditada. Nada espontáneo.
Después, pasé a doblar la esquina de todas y cada una de las hojas que contenían frases, diálogos o reflexiones que me parecían curiosas, graciosas, interesantes, profundas... remarcables al fin y al cabo. En ocasiones hasta subrayando con lápiz. Pero a la postre, el resultado era artificial y estéticamente horrendo.
Me he resignado a que las obras literarias pasen por mis manos sin pena ni gloria. Me declaro, en fin, una víctima de la literatura. Cada lectura me cambia. Cada vez que leo la última palabra de una novela -huelga hablar de poesía y otros géneros- noto que soy una persona distinta. Nada que ver con el que le hincó el diente con más o menos ilusión. Pero el libro en cuestión no sufre mutación alguna.
En el tocadiscos:
Books of Moses - Tom Waits
"Cada vez que leo la última palabra de una novela noto que soy una persona distinta". Es muy revelador y hermoso.
ResponderEliminarHabía una profesora de lengua y literatura en el instituto, en paz descanse, que cuando alguien doblaba un libro o lo engurruñaba le reprendía y le preguntaba: "¿te gustaría que te hiciesen eso a ti?
Los libros viven, transforman y acompañan, al margen de que uno fatigue o no su interior. Todos los tiranos y malditos, como noi podían callar la verdad se limitaron a quemar los libros.
Los libros son lo que son, o mejor dicho lo que contienen. No se pueden modificar, sólo interactuar con ellos. Ellos te transmiten historias, tu les transmites tacto, aliento, horas, dedicación....
ResponderEliminarYo personalmente me considero una fetichista de los libros, no me vale cualquier edición, me gusta que a las historias tengan un continente bien merecido. En todo caso siempre adquiero una especie de relación especial con los libros según la edición que caiga en mis manos.... y no son pocos... creo que soy adicta. A eso y otras cosas (que no vienen al caso).
"Una víctima de la literatura", no podría autodefinirme mejor. Dicen que la personalidad de los adultos queda perfectamente delimitada en su más tierna infancia y la mía estuvo plagada de los libros que mi madre comenzó a leerme cuando no tenía mucho uso de razón y de los que yo comencé a devorar en cuanto supe cómo leerlos por mí misma. Soy lo que ellos me han enseñado a pensar y a sentir y seré lo que continúe descubriendo sumergida entre sus páginas. Por eso me dan tanta pena los que odian la literatura. Ellos viven una única vida. Yo atesoro la experiencia de miles de vidas que ellos jamás descubrirán.
ResponderEliminarQuemarán libros, pero no podrán destruir lo que esos libros han hecho germinar en los lectores.
ResponderEliminarLos libros son lo que contienen, pero también son quien los lee. Su sabor cambia dependiendo de quién los paladee.
Somos lo que leemos. A quién le importa lo que comamos (!)
Blanca, recuerdo que yo le caía bien.
ResponderEliminarYo siempre he pensado que si tuviéramos más tiempo para vivir, que no una mierda de ochenta años de media, y pudiésemos por tanto vivir bastante más, los libros que cuentan historias perderían bastante sentido.
No creo que leer sea tan importante. La prueba es que hay gente que no lee y no se muere.
Sin embargo, es un buen complemento.
Es un escudo, una ventaja, un recurso, una excusa, un privilegio, un motor...
ResponderEliminarSon muchas cosas.
Guredi, estás equivocado, y además no dices lo que piensas.
ResponderEliminarEn 80 años hay tiempo para vivir bastantes cosas, y, sin embargo, la mayoría nos quedamos a verlas venir. Deja al menos que leamos lo que otros hicieron o -mejor todavía- imaginaron. Para el caso, es lo mismo.