El jazmín es una planta que me gusta. Tiene una expresión sencilla y delicada, sin estridencias u otros alardes de grandeza a la vista. Las flores no aparecen aisladas, sino agrupadas, tratando de protegerse las unas a las otras. Comprendiéndose. Tal vez sólo acompañándose. Conjuntos de pequeñas explosiones níveas surgen en la masa verde.
En el norte de África la primavera se ha adelantado. Ha comenzado una flamígera floración que inunda los mapas de los telediarios de macabros iconos. ¿Era necesario? Centraré la pregunta. ¿Tan obtusos somos, como para que fuera necesario? Estoy casi seguro de que sí. Suscribo algo leído en no sé qué medio: aquí, si el dictador no hubiera sufrido de mala salud, seguramente seguiría en el poder. Pero allí es distinto. Tiene que ser demoledora, asfixiante e insostenible la falta de perspectivas de mejora para que una persona; dos personas; tres personas; (...); decenas de personas realicen el acto más tajante y simbólico que se puede hacer.
Pasear junto a los jazmines puede suponer una especie de reconciliación con el mundo. Quizá permita apreciar que, ahí, bajo la tierra, aquí, en el aire, allá, en el cielo, sigue habiendo algo que tiene sentido. O, como mínimo, que funciona.
La sociedad del bienestar. Un llanto que nadie oye. La pugna entre el fin y los medios. Un poco de tiempo. Y al final, las llamas que todo lo purifican.
"¿Me preguntas por qué compro arroz y flores?
Compro arroz para vivir y flores
para tener algo por lo que vivir."
Confucio.
En el tocadiscos: Un poco de silencio.
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