El ajedrez es un mundo en sí mismo. Me gusta. No soy un gran jugador, pero me parece interesante y muy entretenido. Aunque no soy un estudioso de ese arte, a mi juicio es muy significativa la relación entre la forma de jugar al ajedrez y la personalidad del jugador.
Estuve hace poco reflexionando sobre el tema cuando estuve enseñando a jugar -mejor dicho, a mover las piezas- a mi sobrino. Al acabar mi torpe exposición, me dijo: "Ya lo he entendido, lo que tengo que hacer es comerme tu rey" a lo que tuve que responder: "Bueno... sí, es una forma de verlo... pero también tienes que cuidar de que no capturen el tuyo...".
Sí. Probablemente mi sobrino es más osado que yo. También es verdad que es más joven. El tiempo le hará ver que a veces hay que ser un poco cobarde y enrocarse en el momento adecuado para amarrar unas tablas.
Pero lo que quería contar hoy en este almacén de pelos de barba desprendidos de la papada, es una versión cuanto menos curiosa del ajedrez. Se trata del ajedrez a la ciega. El nombre es bastante explícito, y consiste en que el jugador no puede ver el tablero. Normalmente ni tan siquiera apunta las jugadas. Simplemente almacena en su mente la situación de la partida, canta sus movimientos y escucha el movimiento de su rival. En ocasiones, y con la llegada de los ordenadores, se juega en una computadora en cuya pantalla hay un tablero vacío. El jugador mueve las piezas con el ratón como su pudiera verlas.
Hay multitud de anécdotas al respecto, y leyendas, como la de François-André Danican Philidor, soberbio jugador que fue tan superior a sus coetáneos que tuvo que ingeniárselas para jugar con una desventaja que propiciara un mínimo de competitividad. Solía empezar con menos material que su rival y en ocasiones realizaba otros juegos o ejercicios de memoria durante las partidas. El extremo son las partidas simultáneas a la ciega, en las que el alarde de memoria, ingenio y pericia es ya sublime.
En el cinexín:
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