Me molestan las moscas posándose en mis piernas. Paseando mi piel . Esquivando mis pelos, menos negros, más débiles y no tan largos como los de la media de machos, pero que resultarán para ellas enormes escajos. Son pequeñas y persistentes. Nuestra relación es tortuosa en ambas direcciones. Ellas son un incordio para mí y mis pelos lo son para ellas. Sin embargo ellas deben obtener algún beneficio porque en otro caso no aterrizarían en mis pantorrillas una y otra vez. Quizá un poco de calor. Puede que un poco de sangre fresca. Lo que yo consigo es acordarme de que ha llegado el verano y de que tengo piernas. Tampoco está mal del todo. Aparte, sólo aspiro a la satisfacción de cazar una con un rápido movimiento de mano y arrancarle la cabeza. O de aplastarla contra mi carne en una sonora bofetada. Este último acto es doblemente agradecido, ya que amén del natural placer de dar muerte a algo, se me reactiva la circulación sanguínea.
A menudo pienso que todo sería más entretenido si en vez del cuerpo que tenemos, fuéramos moscas gigantes. Esta cárcel que nos ha regalado la evolución es bastante aburrida. Tendríamos montones de ventajas, una de ellas, que las moscas no se nos posarían en las patas. La naturaleza se equivoca a menudo.
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