lunes, 7 de noviembre de 2011

Días del viejo Román (II).

A la hora de comer, su nuera vuelve a casa. El trabajo en la ventanilla del banco debe ser soberanamente aburrido, se dice el viejo. Cómodo pero aburrido, no como aquellas labores del campo. Recuerda entonces el sudor en la frente, con el sol bien alto y la tierra muy caliente. Las mañanas que se derretían a base de azadazos o tajos de dalle. No hacía falta que su mujer le llamara a comer; cuando las tripas sonaban estaba claro que era la hora de volver. Trata de comprender cómo ha cambiado todo, pero tampoco se esfuerza demasiado. Al fin y al cabo, lo de ahora ya es para otros.

Pese a los intentos de la muchacha -amabilidad fingida, cree el viejo- apenas intercambian cuatro frases durante la comida. Nunca fue santo de su devoción esa chica. Desde el principio supo que con su hijo iba a formar una de esas parejas ejemplares y sosas. Lo que el pequeño llama con sorna "nuevos ricos".

Él sí que es feliz, piensa. El hijo pequeño sí que ha logrado la vida que quería, sin dejarse calzar por los que dicen que saben. Hace mucho que no hay noticias de él más allá de un par de llamadas al mes para decir que sigue bien, pero no se lo reprocha. Quizá sea una actitud egoísta, pero es lo que hay, y aunque todos los cuidados los recibe de su hijo mayor y su nuera, sigue siendo al otro al que quiere más.

Pasadas las tres, Román barrunta dos palabras de halago a la comida y a la cocinera esforzándose en parecer enfadado y sale a la calle. Desde poco después del final de la guerra no duerme la siesta. Como suele decir, ya no se come suficientemente contundente como para tener que reposar. Mirando al suelo, camina despacio hasta el bar, donde va a jugar al mus con los de siempre. Con los que quedan, piensa.





En el tocadiscos:
Coleman Hawkins  -  Speak Low

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