Se creen superiores pero aceptan el escalón con una amabilidad casi entrañable. En su discurso siempre aparecen palabras como formación, toma de decisiones, dirección y dificultad; sentencias llenas de rutina mezclada con ego. Hay tablas que solucionan todos los problemas y una nómina a final de mes que pone a remojo las durezas. El funcionamiento es de lo más sencillo: un tornillo y una tuerca. Se debe escoger bien el diámetro y el paso de rosca, pero a partir de ahí solo hay que dar vueltas.
En todas partes es igual. La disconformidad es una verruga la mar de molesta. Con la sumisión como doctrina y la periódica inyección de cierta dosis de comodidad y palmadas en la espalda todo es más fácil.
¿Merece realmente la pena plantearse las cosas? En ellos no hay ni un resquicio de frustración. Sólo ejecutan. Ejecutan como si hubieran encontrado en algún momento el instinto adecuado y hubieran dejado de lado el humanismo. No puede haber nada mejor para el sistema. Cuando se necesita una solución, ahí están para hallarla. Cuando se necesita un problema... no, nunca se necesita un problema y ellos no los dan.
La capacidad de aceptación de un estatus -sea o no justo- es un valor que la sociedad, tal y como la conocemos, agradece. El compromiso sin cuestión se traduce en facilidad para los de arriba y al final en una teórica felicidad global.
Al fin y al cabo, si las cosas están así por algo será, ¿no?
En el tocadiscos:
Nudozurdo - No me toquéis
El problema radica en aquéllos en quienes la disconformidad y la rebeldía contra la injusticia son intrínsecos a su ser, a quienes preguntan y se preguntan demasiado y, cuando no les gusta la respuesta, ponen todo su empeño en cambiarla, en quienes se niegan a aceptar su diario pedazo de pan y exigen un pedazo de tierra en el que cultivar su propio trigo, asumiendo el riesgo de que habrá años en que la cosecha sea exigua o incluso nula, prefiriendo el fracaso propio que una victoria haciendo trampas. Ése es el verdadero problema, el que sabe cuál es el precio exacto de la rebeldía y, aún así, está dispuesto a pagarlo. Ésos son los inestables cimientos que, más tarde o más temprano, harán que se derrumbe este edificio de barro y adobe que pretende alzarse hasta tocar el cielo.
ResponderEliminarDa la casualidad de que esos de los que hablan últimamente hace un poco de ruido por que pintan bastos. Pero en condiciones mínimas de bienestar -una persona sólo necesita un trozo de pan, como dices, y que no la apuñalen por la calle- la comodidad manda y consiste en no preguntar y funcionar.
Eliminar¿Qué me importa la injusticia si se ceba en otro? ¿Qué me importa la injusticia si aunque me vea implicado llego a final de mes? ¡Y estas dos preguntas ya es demasiado preguntar!
Créeme, yo conozco a una a la que le encantaría no hacerse preguntas y, sobre todo, no ser intolerante frente a las injusticias. No hablo de las grandes, sino de las pequeñas, de las concretas y palpables, de las que vemos todos los días, de las que sufren los más cercanos, los que tenemos al lado. Créeme, le encantaría mirar para otro lado, no declarar guerras a los que tiene por encima ni estar dispuesta a partirse la cara por aquello que cree que hay que defender y por aquellos que importan. Porque ése es el problema, sabe que algún día se la acabarán partiendo y no le importa, porque la otra opción, coger su pedazo de la tarta y fingir que todo está bien, le provoca una úlcera sangrante y eso duele mucho más que cualquier golpe. Créeme, a algunos no les basta con que las cosas funcionen, sino que quieren que funcionen bien y cuando lo consiguen buscan optimizar aún más dicho funcionamiento. ¿Y sabes qué? Lo mejor del caso es que ha comprobado que la insumisión asusta enormemente a los opresores, a aquéllos que se alimentan del miedo de los que quieren convertir en esclavos y que sin ese miedo ven cómo se empieza a derrumbar su castillos de naipes.
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