miércoles, 25 de enero de 2012

Sentados una noche (o una historia de ríos y hogueras).

Sentados, saboreando el barullo sordo de los que se divertían allá, medíamos el silencio acorralándolo entre frases cortas y certeras. No tenemos mucho que decirnos. Nos conocemos bien y sabemos que es suficiente con compartir la noche -que se ofrecía complaciente y cálida- sin enredarnos en conversaciones metafísicas. Comentar lo asombroso -por simple que parezca- de la incesante lluvia norteña en aquel enero que empezaba a retorcerse, puede ser un pasatiempo impagable en esta época de prepotencia ensayada.

En esas andábamos, cuando un muchacho de pequeña estatura, nariz huidiza y barba rala se separó del grupo de alborotadores. Tenía aspecto desaliñado, vestido con ropas de colores otoñales y resobadas en rodillas y codos. Caminaba en busca de un equilibrio esquivo, recitando una incomprensible retahíla de palabras.

Se acercó a nosotros, y tomó una silla. La colocó a un par de metros y se subió encima. Todo esto sin dejar de hablar, balbucear, recitar, o una mezcla de lo anterior.

... Oh, valientes ignorantes... oh, ilusos vividores, rufianes afortunados, disfrutad mientras podáis, disfrutad mientras podáis. Pronto tomaréis conciencia de lo volátil de vuestra felicidad, pronto, pero ahora saltad beodos de mentiras, empachados de planes y promesas. Sí, de promesas. Después el río seguirá su curso, bravo e implacable; arrastrará la ropa de los que se desnudaron antes de tiempo, lamerá cada palmo de tierra dejándola empozada y yerma y desembocará en mares gloriosos a la par que leviatánicos. Monstruosos, ya llegará. Ahora no lo sabéis, ahora no me creéis, pero vuestros ojos lo verán. Los míos ya no ven, ya no quieren ver, podridos de tanto mirar hogueras que arden, destellos macabros y crepitantes devorando paños y consuelos. Están por todas partes, oh, infelices. Las hogueras en que antes se chamuscaban herejes, se prenden ahora bajo inocentes engañados, inocentes que bailáis como si celebrarais vuestro fin. Sí, vuestro fin...

El orador saltó de su improvisado púlpito sin dejar de hablar. El discurso, como una oda clamada al cielo, era acompañado de exagerados aspavientos. La situación era extraña. El tono de letanía nos había envuelto y nos tenía presos de un éxtasis enfermizo.

Todavía ahora me dan escalofríos al pensar en aquel profeta salido de quién sabe qué manicomio.





En el tocadiscos:
Múm  -  The ballad of the broken string

1 comentario :

  1. el manicomnio está muy extendido, y con esas u otras palabras, es lo que escuchamos todos los días. Suele venir de gente que no maneja su vida, que ve como una maldición su trabajo peor lo sigue haciendo porque "hay que comer".
    Yo a eso lo llamo envidia; la envidia del que le jode que uno haga lo que le salga de la punta de... la nariz.

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