lunes, 27 de junio de 2011

Ciudades y aeropuertos.

Volví a caminar solo. Acompañado no más que por trabajadores de la noche que laboreban ajenos a mis pensamientos. Puse un pie delante del otro una y otra vez en una ciudad tan grande que ni cabe en mi entendimiento. Tan impersonal y ajena como un camarero de discoteca. Las baldosas ardían inyectando una extraña sabia que subía por mis tibias inexorablemente. El aire pesaba y se acumulaba en el fondo de mis pulmones en forma de algo venenoso -aunque necesario, intuyo-.

Llegué a mi destino antes de la hora y cogí el autobús más triste que existe. Ese que lleva al aeropuerto. A mi lado se sentó una azafata, varios extranjeros y una chica canaria con cada uña pintada de un color. Todo era absurdo. Los párpados me castigaban inclementes, recordándome entre nieblas los andares de un fin de semana intenso y veloz.

Y al fin, en el aeropuerto me abrazó la tristeza. Los fogonazos de tiempos pasados en Europa. El granito frío artificial se me clavó en la espalda y mi cogote se apoyó una vez más en la mochila. En mi mochila. Es una lástima, no pude conversar con ella. Mejor dicho, no me contestó. Siempre ha sido tímida en demasía. Pero me dejó disfrutar de la soñolencia y la incomodidad del lugar. Y me acompañó entorpeciendo las carreras de los viajeros. Seguramente eran todo huídas hacia algo que acabaría no siendo tan bueno. Y yo (con mi mochila) parado, congelado físicamente pero con imágenes acribillando mis retinas durante varias horas.

Y al final escapé. O el aeropuerto y la gran ciudad me dejaron escapar, no estoy seguro. Gracias de todos modos.






En el tocadiscos:

viernes, 24 de junio de 2011

No pido mucho.

No pido mucho, casi siempre
me abandono a los versos cortos
que con desdén se valen solos
para robar lo que no tiene.


No aguanto ya, soy de esos pocos
que siempre pagan lo que deben
y que cuando venga la muerte
se irán sin hacerse los locos.


Vivo a merced del bien y el mal
de su voz y de mis despojos
que ya no saben lo que quieren.


Perdí el juicio de forma tal
que estando sin ella no lloro
y sé que el nunca nunca miente.






En el tocadiscos:

jueves, 23 de junio de 2011

Se dice.

Me dicen muchas cosas. Me dicen que si servirá para algo. Que si al final no será una pérdida de tiempo. Me dicen que es imposible. Y que ya hemos sacado los pies del tiesto. Que hemos gritado y que ahora nos callemos, que ya han pasado las elecciones. Me dicen, dicen, dicen. Me dicen que las cosas hay que cambiarlas desde dentro. Que hay que formar un partido. O que hay que involucrarse en los partidos. Me dicen que no sabemos de lo que hablamos. Y mucho menos lo que pedimos. Me dicen que si sabemos quién hay detrás de todo esto. Que seguro que algo se esconde.

Me dicen que sí, que sigamos, que esto tiene que extenderse como un virus. Me dicen que el futuro está en nuestras manos. Que hacía mucho que esto era necesario. Me dicen que toda Europa se tiene que contagiar. Que el problema es global. Me dicen que no decaigamos. Me lo dicen una y otra vez. Y que nos informemos. Y que continuemos molestando. Así, por el simple hecho de estar. Me dicen tantas cosas que se me hacen un ovillo.

A veces no me lo dicen a mí, pero lo oigo. Dicen que somos violentos. Dicen que hemos perdido el norte. Que no hemos sabido seguir las enseñanzas de cristo y por eso tenemos el alma vacía. Dicen que somos etarras. Que no sabemos lo que queremos. Nos dicen indignos. Nos dicen perroflautas. Nos dicen anarquistas. ¿Qué no nos dicen? Dicen que no hemos vivido la preguerra. Y la guerra. Y la posguerra. Dicen que no sabemos la suerte que tenemos de tener la constitución que tenemos. La democracia que tenemos.

Y otros dicen que somos muchos. Que podemos. Porque tenemos la razón. Y dicen que estamos haciendo historia. Dicen que sí. Que sí. Sí.


Y yo no digo palabras. No digo lo que pienso. Sólo desafío al verbo 'decir' y digo el silencio. Esperando que todos los que tanto dicen y me dicen lo escuchen. Y lo entiendan.






En el tocadiscos:  Nada.

jueves, 16 de junio de 2011

Las noches.

Las noches llenas de estrellas errantes;
las noches negras para los cobardes
que no llegan nunca tarde
porque no van a la cita.


Las noches despobladas de sonrisas;
las noches ahogadas entre días
que no esconden las mentiras
ni desdicen las verdades.


Las noches llenas de estrellas errantes;
las noches negras para los cobardes
que ocultando lo que saben
se duermen a sangre fría.







En el tocadiscos:

viernes, 10 de junio de 2011

Espinelas de lo que habita en mi espejo.



I
Vaya susto me he llevado
que después de abrir el ojo
con buenas ganas y arrojo
al espejo me he asomado...
Y el que estaba allí plantado
con la sonrisa forzada
y brillante la papada
no era el que escribe este verso
sino otro alguien más perverso
y de inquietante mirada.


II
¡Ay, qué miedo, madre mía
que aún no siendo mi cara
la que ante mí se mostrara,
conocida se me hacía!
Qué innecesaria osadía
ponerme a pensar quién era,
que a la intentona tercera
arribé a la conclusión
de que el paisano en cuestión
no era un mindundi cualquiera.


III
Estarás en este punto
como mínimo intrigado
por saber el resultado
de tan truculento asunto.
Resultó no ser difunto
ni fruto de la ilusión;
lo que da más impresión
es que el ente que encontré
cuando a mi baño pasé
¡sale en la televisión!


IV
Con esta estrofa termino
el drama de este relato
en que cuento sin recato
quién se cruzó en mi camino.
Que él mienta importa un comino,
mas no quiero que otro día
se itere la tropelía
y en vez de yo mismo y puro
esté ese del parche oscuro:
el de Intereconomía.





En el tocadiscos:

lunes, 6 de junio de 2011

Lo que soy.

No soy más que un Bukowski depravado,
egocéntrico, onanista y fantoche,
-esclavo de mi pene y del derroche-
depresivo, decadente y acabado.


No soy más que otro jodido borracho
de esos que pasean ebrios de noche
buscando mujeres que sin reproche
traguen las vomitonas que despacho.


No soy más ni menos que un desgraciado
de los que albergan en sus dos pupilas
la necedad de animales y humanos


y abaten al monstruo de lo apropiado
empinando botellas intranquilas
y masturbándose con las dos manos.







En el tocadiscos:

jueves, 2 de junio de 2011

La doctrina de lo triste.

La insolencia de mi voz
la paciencia desbordada
la conciencia encadenada
la condescendencia atroz.
La vergüenza más feroz
la culpa que nos embiste
la pena cuando te fuiste
la escarcha de mi almohada
la pared (y yo) y la espada...
La doctrina de lo triste.






En el tocadiscos:
Cuando te canses de mí - Nacho Vegas

Hombres y tierras.

Los que pasan por este 'cajón desastre' de cuándo en cuándo sabrán que no suelo copiar textos. para bien o para mal, acostumbro a escupir palabras salidas de mis vísceras. Más o menos acertadas, pero mías.

Me permito en esta ocasión hacer una excepción porque tanto el fragmento como la situación me parecen oportunas. Pasen y lean.


Los propietarios de las tierras o, con mayor frecuencia un portavoz de los propietarios, venían a las tierras. Llegaban en coches cerrados y palpaban el polvo seco con los dedos, y algunas veces perforaban el suelo con grandes taladros para analizarlo. Los arrendatarios, desde los patios castigados por el sol, miraban inquietos mientras los coches cerrados avanzaban sobre los campos. Y al fin los representantes de los dueños entraban en los patios y permanecían sentados en los coches para hablar por las ventanillas. Los arrendatarios estaban un rato de pie junto a los coches y luego se agachaban en cuclillas y cogían palitos con los que dibujar en el polvo.
Las mujeres miraban desde las puertas abiertas y detrás de ellas los niños, niños de cabeza de maíz, los ojos de par en par, un pie descalzo encima del otro y los dedos de los pies en movimiento. Las mujeres y los niños miraban a los hombres hablar con los propietarios y callaban.
Algunos portavoces eran amables porque detestaban lo que tenían que hacer, otros estaban enfadados porque no querían ser crueles, y aun otros se mostraban fríos, porque habían descubierto hacía ya mucho tiempo que no se puede ser propietario si no se es frío. Y todos se sentían atrapados en algo que les sobrepasaba. Unos despreciaban las matemáticas a las que debían obedecer, otros tenían miedo, y aun otros adoraban a las matemáticas porque podían refugiarse en ellas de las ideas y los sentimientos. Si un banco o una compañía financiera eran dueños de las tierras, el enviado decía: el Banco, o la Compañía, necesita, quiere, insiste, debe recibir, como si el banco o la compañía fueran un monstruo con capacidad para pensar y sentir, que les hubiera atrapado. Ellos no asumían la responsabilidad por los bancos o las compañías porque eran hombres y esclavos, mientras que los bancos eran máquinas y amos, todo al mismo tiempo. Algunos de los enviados estaban algo orgullosos de ser los esclavos de señores tan fríos y poderosos. Se quedaban sentados en los coches y daban explicaciones. Sabes que la tierra es pobre. Ya has escarbado en ella lo suficiente, Dios lo sabe.
Los arrendatarios, en cuclillas, asentían, pensaban y hacían dibujos en el polvo y, sí, lo sabían, Dios lo sabe. Ojalá el polvo no volara. Si sólo la capa superior no volara...
Los hombres de los propietarios tenían una idea fija: Sabes que la tierra se está empobreciendo. Sabes lo que el algodón le hace a la tierra: la despoja de todo, la desangra.
Los hombres en cuclillas asentían, lo sabían, Dios lo sabía. Si pudieran alternar cosechas podrían bombear sangre nueva en la tierra.
Bueno, es demasiado tarde. Y los enviados explicaban el mecanismo y el razonamiento del monstruo que era más fuerte que ellos. Un hombre puede conservar la tierra si consigue comer y pagar la renta: lo puede hacer.
Sí, puede hacerlo hasta que un día pierde la cosecha y se ve obligado a pedir dinero prestado al banco.
Pero, entiendes, un banco o una compañía, no lo pueden hacer porque esos bichos no respiran aire, no comen carne. Respiran beneficios, se alimentan de los intereses del dinero. Si no tienen esto mueren, igual que tú mueres sin aire, sin carne. Es triste pero es así. Sencillamente es así.
Los hombres acuclillados levantaban los ojos intentando comprender. ¿No podemos quedarnos? Quizá el año próximo sea un buen año. Dios sabe cuánto algodón habrá el año que viene. Y con todas las guerras, Dios sabe qué precio alcanzará el algodón. ¿No fabrican explosivos con el algodón? ¿No hacen uniformes? Con las guerras suficientes, el algodón irá por las nubes. El año próximo, tal vez. Miraban hacia arriba interrogantes.
No podemos depender de eso. El banco, el monstruo necesita obtener beneficios continuamente. No puede esperar, morirá. No, la renta debe pagarse. El monstruo muere cuando deja de crecer. No puede dejar de crecer.
Los dedos suaves empezaban a dar golpecitos en la ventana del coche y los dedos endurecidos apretaban con más fuerza los palitos que no cesaban que hacer dibujos. En las puertas de las casas castigadas por el sol las mujeres suspiraban y después cambiaban de pie, de modo que el que había estado debajo ahora estaba encima, y los dedos en movimiento. Los perros se acercaban a los coches de los dueños olfateando y meaban en los cuatro neumáticos, uno detrás de otro. Los pollos se tendían en la tierra soleada y ahuecaban las plumas para que el polvo limpiador llegara hasta la piel. En las pequeñas pocilgas los cerdos gruñían inquisitivamente sobre los restos fangosos de su bazofia.
Los hombres en cuclillas volvían a bajar la vista. ¿Qué quieren que hagamos? No podemos quedarnos con una parte menor de la cosecha, ya estamos medio muertos de hambre. Los niños están hambrientos todo el tiempo. No tenemos ropa, la que llevamos está rota y en jirones. Si no fuera porque todos los vecinos están igual, nos daría vergüenza ir a las reuniones.
Y por fin los enviados llegaban al fondo de la cuestión. El sistema de arrendamiento ya no funciona. Un hombre con un tractor puede sustituir a doce o catorce familias. Se le paga un sueldo y se queda uno con toda la cosecha. Lo tenemos que hacer. No nos gusta, pero el monstruo está enfermo. Algo le ha sucedido al monstruo.
Pero van a matar la tierra con el algodón.
Lo sabemos. Tenemos que obtener el algodón rápidamente antes de que la tierra muera. Entonces la venderemos. A montones de familias del este les gustará poseer un trozo de tierra.
Los arrendatarios levantaban la vista alarmados. Pero, ¿qué pasa con nosotros? ¿Cómo vamos a comer?
Os tendréis que ir de las tierras. Los arados saldrán por los portones.
Entonces los hombres acuclillados se erguían airados. El abuelo se cogió la tierra y tuvo que matar indios para que se fueran. Y Padre nació aquí y arrancó las malas hierbas y mató serpientes. Luego vino un mal año y tuvo que pedir prestado algo de dinero. Y nosotros nacimos aquí. Los que están en la puerta, nuestros hijos, nacieron aquí. Y Padre tuvo que pedir dinero prestado. Entonces el banco se apropió de la tierra, pero nos quedamos y conservamos una pequeña parte de la cosecha.
Ya lo sabemos, todo eso lo sabemos. No somos nosotros, es el banco. Un banco no es como un hombre, el propietario de cincuenta mil acres tampoco es como un hombre: es el monstruo.
Sí, claro, gritaban los arrendatarios, pero es nuestra tierra. Nosotros la medimos y la dividimos. Nacimos en ella, nos mataron aquí, morimos aquí. Aunque no sea buena sigue siendo nuestra. Esto es lo que la hace nuestra: nacer, trabajar, morir en ella. Esto es lo que da la propiedad, no un papel con números.
Lo sentimos. No somos nosotros, es el monstruo. El banco no es como un hombre.
Sí, pero el banco no está hecho más que de hombres.
No, estás equivocado, estás muy equivocado. El banco es algo más que hombres. Fíjate que todos los hombres del banco detestan lo que el banco hace, pero aún así el banco lo hace. El banco es algo más que hombres, créeme. Es el monstruo. Los hombres lo crearon, pero no lo pueden controlar.
Los arrendatarios gritaron:
El abuelo mató indios, Padre mató serpientes, por la tierra. Quizá nosotros podamos matar blancos, que son peores que los indios y las serpientes. Quizá tengamos que matar para conservar la tierra, igual que hicieron Padre y el abuelo.
Y ahora los hombres de los propietarios se encolerizaron.
Os tendréis que ir.
Pero es nuestra, gritaron los arrendatarios. Nosotros...
No. El banco, el monstruo es el propietario. Os tenéis que ir.
Sacaremos nuestras armas, como hizo el abuelo cuando vinieron los indios ¿Y entonces qué?
Bueno, primero el sheriff, después las tropas. Si intentáis quedaros estaréis robando, seréis asesinos si matáis para quedaros. El monstruo no está hecho de hombres, pero puede hacer que los hombres hagan lo que él desea. Pero si nos vamos, ¿dónde vamos a ir? ¿Cómo nos vamos a ir? No tenemos dinero.
Lo sentimos, dijeron los enviados. El banco, el propietario de cincuenta mil acres no se hace responsable. Estáis en una tierra que no os pertenece. Una vez que la dejéis, a lo mejor podréis recoger algodón en el otoño. Quizá podáis vivir del auxilio social. ¿Por qué no vais hacia el oeste, a California? Allí hay trabajo y nunca hace frío. Allí te basta con alargar la mano y ya tienes una naranja, siempre hay alguna cosecha que recoger. ¿Por qué no vais allí? Y los representantes de los propietarios arrancaron los coches y se alejaron.
Los arrendatarios volvieron a agacharse en cuclillas para dibujar en el polvo con un palito, para pensar, para reflexionar. Sus rostros quemados por el sol eran oscuros; sus ojos azotados por el sol eran claros. Las mujeres salieron cautelosamente y se acercaron a sus hombres y los niños salieron prudentes detrás de ellas, dispuestos a echar a correr. Los chicos mayores se acuclillaban junto a sus padres, porque eso les convertía en hombres. Después de un rato, las mujeres preguntaron: ¿Qué quería?
Ylos hombres levantaron un instante la vista con un dolor latente grabado en los ojos. Nos tenemos que marchar. Van a traer un tractor y un capataz. Como en las fábricas.
¿Dónde vamos a ir? preguntaron las mujeres.
No lo sabemos. No lo sabemos.
Y las mujeres volvieron rápidas y en silencio a las casas con los niños agrupados delante de ellas. Sabían que un hombre tan dolido y perplejo puede revolverse encolerizado, incluso contra personas a las que quiere. Dejaron a los hombres calcular y pensar, en el polvo, solos.
Pasado un rato quizá el arrendatario miró a su alrededor: la bomba instalada hace diez años con el asa en forma de cuello de ganso y flores de hierro en el caño; el tajo en el que habían sido decapitados un millar de pollos; el arado manual en el cobertizo y el pesebre abierto colgado de las vigas.
En las casas, los niños se apiñaron en torno a las mujeres.
¿Qué vamos a hacer, Madre? ¿Dónde vamos a ir?
Las mujeres respondieron:
Aún no lo sabemos. Salid fuera a jugar. Pero no os acerquéis a vuestro padre, que a lo mejor os zurra.
Las mujeres siguieron trabajando, pero sin dejar de mirar a los hombres acuclillados en el polvo, perplejos y pensativos.

Los tractores vinieron por las carreteras hasta llegar a los campos, igual que orugas, como insectos, con la fuerza increíble de los insectos. Reptaron sobre la tierra, abriendo camino, avanzando por sus huellas, volviendo a pasar sobre ellas. Tractores Diesel que parecían no servir para nada mientras estaban en reposo y tronaban al moverse, para estabilizarse después en un ronroneo. Monstruos de nariz chata que levantaban el polvo revolviéndolo con el hocico, recorrían en línea recta el campo, atravesándolo, a través de las cercas y de los portones, cayendo y saliendo de los barrancos sin modificar la dirección. No corrían sobre el suelo, sino sobre sus propias huellas, sin hacer caso de las colinas, los barrancos, los arroyos, las cercas, ni las casas.
El hombre sentado en el asiento de hierro no parecía humano: con guantes, gafas, una máscara de goma sobre la nariz y la boca para protegerse del polvo, no era más que una parte del monstruo, un robot sentado. El trueno de los cilindros retumbaba por los campos hasta ser uno con el aire y la tierra, de modo que éstos murmuraban con vibraciones simpáticas. El conductor no podía controlarlo; atravesaba el campo en derechura invadiendo una docena de fincas y regresando en línea recta. Un giro de los mandos podría desviar la oruga, pero las manos del conductor no podían darles el giro porque el monstruo que había construido el tractor, que le había mandado salir se había introducido de alguna manera en las manos del conductor, en su cerebro y en sus músculos, le había puesto gafas y amordazado, unas gafas en la mente y la percepción, una mordaza en el habla y la protesta. No podía ver la tierra tal como era, ni olería tal como olía, no podía pisar los terrones o sentir el calor y la fuerza de la tierra. Sentado en un asiento de hierro pisaba pedales de hierro. No podía aclamar, golpear, maldecir ni animar a esa extensión de su poder y por eso mismo tampoco podía aclamarse, golpearse, maldecirse o animarse a sí mismo. No conocía la tierra, no la poseía, no confiaba en ella ni le imploraba. No tenía la menor importancia que una semilla plantada no germinase. El que la joven planta pugnando por crecer se agostara en la sequía o se ahogara en una lluvia torrencial le era tan indiferente al conductor como al tractor.
No sentía más cariño por la tierra que el que pudiera sentir el banco. Podía admirar el tractor: sus superficies de máquina, sus oleadas de potencia, el rugido de sus cilindros detonantes; pero el tractor no era suyo. Tras el tractor rodaban los discos brillantes que cortaban la tierra con las cuchillas; aquello no era arar, sino una especie de cirugía: la tierra extraída era empujada hacia la derecha, donde la segunda fila de discos la deshacía y la volvía a empujar a la izquierda; cuchillas cortantes que brillaban pulidas por la tierra lacerada. Y, arrastrados tras los discos, llegaban las gradas con sus peines de hierro, deshaciendo los terrones hasta que la tierra quedaba nivelada. Después de las gradas entraban en escena las grandes sembradoras, doce penes curvos de hierro, erectos en la fundición, cuyos orgasmos los producían los engranajes, que iban violando la tierra metódicamente, sin pasión. El conductor sentado en su silla de hierro se enorgullecía de la rectitud de las líneas que no se hacían por disposición suya, del tractor que ni poseía ni amaba, de ese poder que no estaba bajo su control. Y cuando aquella cosecha crecía y luego se segaba ningún hombre había desmigajado un terrón caliente con sus manos dejando la tierra cribarse entre las puntas de los dedos; ninguno había palpado la semilla ni anhelado que ésta germinase. Los hombres comían algo que no habían cultivado y no había conexión entre ellos y el pan. La tierra daba frutos sometidos al hierro y bajo el hierro moría gradualmente; porque no había para ella ni amor ni odio, y no se le ofrecían oraciones si se le echaban maldiciones.

'Las uvas de la ira'
John Steinbeck.





En el tocadiscos:
Andaluces de Jaén - Paco Ibáñez