Volví a caminar solo. Acompañado no más que por trabajadores de la noche que laboreban ajenos a mis pensamientos. Puse un pie delante del otro una y otra vez en una ciudad tan grande que ni cabe en mi entendimiento. Tan impersonal y ajena como un camarero de discoteca. Las baldosas ardían inyectando una extraña sabia que subía por mis tibias inexorablemente. El aire pesaba y se acumulaba en el fondo de mis pulmones en forma de algo venenoso -aunque necesario, intuyo-.
Llegué a mi destino antes de la hora y cogí el autobús más triste que existe. Ese que lleva al aeropuerto. A mi lado se sentó una azafata, varios extranjeros y una chica canaria con cada uña pintada de un color. Todo era absurdo. Los párpados me castigaban inclementes, recordándome entre nieblas los andares de un fin de semana intenso y veloz.
Y al fin, en el aeropuerto me abrazó la tristeza. Los fogonazos de tiempos pasados en Europa. El granito frío artificial se me clavó en la espalda y mi cogote se apoyó una vez más en la mochila. En mi mochila. Es una lástima, no pude conversar con ella. Mejor dicho, no me contestó. Siempre ha sido tímida en demasía. Pero me dejó disfrutar de la soñolencia y la incomodidad del lugar. Y me acompañó entorpeciendo las carreras de los viajeros. Seguramente eran todo huídas hacia algo que acabaría no siendo tan bueno. Y yo (con mi mochila) parado, congelado físicamente pero con imágenes acribillando mis retinas durante varias horas.
Y al final escapé. O el aeropuerto y la gran ciudad me dejaron escapar, no estoy seguro. Gracias de todos modos.
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