La noche cae sobre los tejados como si se hubiera volcado un tintero. Los árboles ya no quierbran el horizonte y se entregan al cielo. Pasan coches no muy lejos dejando navajazos de ruido. Un perro ladra con equivocada intermitencia. Él se acurruca usando la mochila de almohada y guarda las manos juntas entre las rodillas. Cejas espesas y muy separadas protegen los ojos claros, fijos más allá de la nueva oscuridad. Algunas pecas manchan sus mejillas y los labios son estrechos y prietos, estoicos en toda su anchura. Hace tanto tiempo que no se quita el gorro de lana que ya no importa el color de sus cabellos.
Huele a humedad, una humedad espesa y áspera. Se pregunta en qué piensa ella. Estará cansada, pero no dejará que el día se vaya sin más. La imagina tumbada, envuelta en velas de barco que resplandecen como si tuvieran luz propia. Dos niños desnudos flotan en segundo plano. Los ve, pero no están ahí: su naturaleza incorpórea es el recuerdo fijo de los pecados. Se estremece al paso de una ráfaga de viento, pero la imagen no cambia. Se siente tan cerca que quiere prender fuego a las telas con ella dentro y abrazarla en un rito demoníaco. Fundirse y ahogar a los niños entre el humo y las pavesas incandescentes, que no son sino inquietos brotes de muerte. Es de los que piensan que venimos aquí a morir de forma legendaria. No para el mundo, no para la historia: legendaria para uno mismo. Cada paso, cada conversación, los amigos que dejamos atrás en el camino, los desperdicios que recogemos de las cunetas. Aunque la mayoría de los nudos que damos a lo largo del tiempo son fruto de la casualidad, los tirones son intencionados y conducen inexorablemente al cabo. Y al fin. Espectacular queremos que sea. O digno. Estamos siempre condicionados por los demás, pero tenemos el deber de morir para nosotros.
Aparece un anciano al que no conoce. Está arrugado, reseco, tiene orejas enormes igual que el más viejo de los elefantes. Viste una túnica o acaso una sábana debajo de la cual parece no haber cuerpo alguno. Se acerca a ellos, que siguen ardiendo en una orgía de dolor y redención. Cualquier iluso creería que es Dios, se dice. Cuántos habrán encontrado el sentido de su existencia en algo tan pueril. Pero sabe que no es más que la vergüenza. La Vergüenza. El viejo los atraviesa sin mutar su gesto, pasa al fondo y como si fuera un árbol de granito se queda inmóvil entre los dos niños rodeados de retales de fuego.
Pasa mucho tiempo o esa sensación le embarga. La excitación se estira y se hace ligera hasta ser un nerviosismo latente y cansino. Abre los ojos en su ensoñación y se descubre tendido entre rescoldos y harapos a medio quemar. Alrededor sólo hay nada; un vacío ceniciento. El anciano ha vuelto a su tumba y los niños a los vientres de sus madres. No se oye el silencio.
Despierta temblando y con la cara dolorida a causa del frío. El día clarea lentamente.
En el tocadiscos:
Editors - The Weight
Otra pequeña obra maestra. Cuanto más lo leo, más me engancha y más frases se me clavan en las entrañas.
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