El sábado viajé media hora en tren con una chica interesante. A la misteriosa viuda de luto / que sudó conmigo un minuto / tres pisos en ascensor decía Joaquín. No llegué a hablar con ella. Tampoco hizo falta, hay cosas que saltan a la vista.
Con interesante no insinúo guapa. Ni inteligente. Simplemente fuera de lo común; quizás rara, quizás loca.
Leía una partitura mientras marcaba el ritmo con el pie. Con la mano libre acariciaba como sin querer una enorme funda negra que reposaba, junto a una mochila de montaña, a su lado. No había lugar a duda, escondía un trombón de varas. Se levantó sacudida por algún repentino impulso y cruzó el vagón dejando todos los bártulos donde estaban. Volvió a los cinco minutos, comiendo una manzana y bebiendo café. Extraña mezcla aunque, en aquel momento, no me pareció que desentonara en la escena.
Jamás vi a nadie comer una manzana así. Primero una mitad, a grandes mordiscos. Era como una carrera contra el hambre, alargando las zancadas hasta el horizonte. Luego fue royendo la pulpa hasta modelar una semiesfera casi perfecta. Empezó entonces por el otro lado, misma operación, mismo resultado, y terminó la manzana completa. Corazón, pepitas, nervios, rabo. Nada quedó. Acabó con el café de un trago a modo de rúbrica y guardó la partitura.
En ese instante me di cuenta de que le faltaba una falange de un dedo. Me reflejé mentalmente en ella: dedo medio, mano derecha. Todo encajaba. Hay casos, por supuesto, pero no es típico que una muchacha como aquella, tendiendo a delicada, rozando lo débil, tocase el trombón. Se me antojaba más propio el violín. La flauta travesera, llegado el caso, pero nunca el trombón.
En realidad, desde muy pequeña estudió trompeta. Su padre es un apasionado del jazz y, proyectando sus sueños en ella, la introdujo en el camino de los estándares, las frases y contrafrases, los solos eternos y las improvisaciones. Un día, jugando con su hermano a las cosas que se juega con los hermanos, se le cayó un objeto pesado encima del dedo. Aparte del susto, el dolor y todas esas cosas, tuvo que cambiar de instrumento.
Con el paso de la trompeta al trombón cambió también su personalidad. Son cosas que van unidas, supongo. Se cerró un poco al mundo. Más introvertida, reflexiva, más seria en todo caso. Pero también más observadora e intuitiva. Seguramente más cómoda consigo misma y con la suavidad con que las varas se deslizan dibujando un arcoiris tan ancho como sus brazos alcanzan.
Cuando llegó mi parada su pie todavía era un metrónomo. La casualidad quiso que se bajara tras de mí. Me giré y la perdí de vista entre la gente. Como no podía ser de otra forma, vive en un pueblo cualquiera en algún lugar entre Viena y Salzburgo. Tranquila como el instrumento que arrastra en una enorme funda negra.
En el tocadiscos:
Glenn Miller - Moonlight Serenade