Andrea es muy corpulenta, precedida siempre por sus enormes pechos y coronada por su pelo mitad oscuro mitad rubio platino que se recoge muy tirante en una larga cola de caballo. Después uno cae en su rostro con rasgos de algún modo delicados y en su feo caminar, entornando los pies hacia el interior. Podría suponerse patosa, pero no, Andrea es ágil al desplazarse y certera en los movimientos. El tatuaje de su espalda pone la rúbrica al aspecto de camarera profesional y rotunda
Cada día Andrea abre su bar a eso de las diez de la mañana; a veces a las dos del mediodía, pero de un modo u otro no tiene hora de cierre. Es un pequeño rock-café en el que se dan cita las gentes más pintorescas de este pueblo casi deshabitado. Taxistas alcohólicos, moteros expatriados, góticos que se han perdido, prostitutas jubiladas, etcétera. Bueno, y yo, inmigrante asustado, que suelo sentarme un poco al margen del jolgorio general.
El ambiente es alegre y distendido, las carcajadas suenan con estruendo y los abrazos se suceden y se hacen más frecuentes al acercarse la noche. Sobra decir que hay mucha cerveza. Los cubatas se sirven con dosificadores de esos en los que la botella se coloca boca abajo, dispensando un dedal escaso cada vez. Las dosis son cortas y Andrea lo sabe, por eso siempre añade uno o dos golpes extra.
Fuera el mercurio apenas marca cinco bajo cero, pero aquí el aire es cálido, incluso pastoso se podría decir. Está permitido fumar y, de hecho, es excepción el que no tiene una cajetilla de Marlboro y un encendedor posados junto a la cerveza. Los gestos de estas personas con el tabaco son naturales, nada que ver con las poses forzadas que acostumbro a ver. Parece que hubieran nacido con un pitillo entre los dedos.
De vez en cuando aparece un rockabilly genuino, con gomina y zapatillas Converse. Andrea recibe a todo el mundo con una deliciosa sonrisa, tan grande como cabe en su cara, pero a éste lo trata diferente, como si fuera un familiar o un oxidado amor platónico. De vez en cuando el rock duro da paso a Chuck Berry o a los Stray Cats o al mismísimo señor Presley. Cuando pasa eso, las prostitutas y los viejos moteros venidos a menos, y Andrea y el rockabilly de postín, se miran y mueven los hombros siguiendo el ritmo. Si están en vena se levantan y empiezan a bailar en la pista, como sacados de alguna novela de la generación beat pero con la narrativa ralentizada y la localización equivocada.
Hoy una cincuentona con demasiado maquillaje y mallas con estampado de leopardo se ha acodado en la barra a mi lado. Ha chocado su jarra de cerveza con la mía y ha empezado a hablar lenta y pesadamente. Descansando de cuando en cuando para pedirle un chupito de vodka a Andrea, me ha explicado la diferencia entre la cultura de los libros y la cultura de la vida. Pero eso ya es otra historia.
En el tocadiscos:
Jerry Lee Lewis - Me & Bobby McGee
Aunque la estética no sea idéntica, me recuerda demasiado al mejor bar que he pisado en mi vida: el Arenberg en Bruselas. Siempre tuve la sensación de que pasando allí las suficientes horas no sería necesario acudir a los libros para aprender algo de la vida.
ResponderEliminarUna mezcla entre la evolución acelerada hasta la velocidad de la luz ( y no el lento deambular, pero atinado, de la naturaleza en sus experimentos evolutivos acierto-error) sobre la propia naturaleza humana..y no la psicología de libreto....
ResponderEliminarSiguiendo el símil.. te corespondería el papel de agujero negro engullendo impresiones..., contemplando vidas,
Ya era hora de que contases cosas que te pasan por allá, carajo.
ResponderEliminarCuando lo contaba le ponía caras, y colores, y humo, a toda la escena.
ResponderEliminarApuesto a que si le pides un ajedrez es capaz de retarte andre, el motero o la puta.
Pruéba.