Se conocieron en una España poco agradecida aunque muy romántica. Ella era demasiado guapa para que le prohibieran llevar minifalda y para tener que trabajar entre prados y vacas. Él volvía de la mili en el País Vasco, fumando tabaco barato y con ideas rojizas heredadas de su padre.
Hubo verbenas con pasodobles y sonrisas tímidas, huidas en Seiscientos que duraban media tarde y bocas que se chocaban lejos de donde Franco alcanzaba a ver. Hubo carreras delante de los grises, sueños de estudiar una carrera e irse a la ciudad y dolorosos desengaños administrados en toscas dosis por amigos y padres. Hubo conformismo, paseos de la mano y boda.
Franco se fue y se llevó consigo muchos delirios de rebeldía y feliz transgresión. El machismo la llevó a ella a vivir en casa de él y a alargar sus faldas más allá de la rodilla. Las ilusiones se fueron apartando, dejando espacio para la responsabilidad, los hijos, la casa y los domingos de misa. Él olvidó emocionarla y se entregó a aquella España turbia de la transición. Llovía mucho como para que un par de calcetines tuvieran tiempo de secarse en un tendal encerrado entre dos niños y un patriarca.
Pero los niños crecieron y el patriarca murió antes de que los calcetines se pudrieran. La casa se hizo grande y los porqués fueron rescatados. El calor de la costumbre se mantuvo agradable hasta que el tiempo se expandió.
Hoy, en esta España poco agradecida y poco romántica, todavía hay noches que las manos de él acarician el pelo de ella para recordarle lo bella que es.
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