Yo estuve una vez en el Mar del Norte. Yo vi sus olas grises copadas de espuma. Yo noté las aguas densas mezcladas con arena envolver mis pies. Yo caminé por la inmensa playa, como llevando una maroma ancestral arrollada a mis tobillos. Después vino la tarde a llevarse a los escasos veraneantes. Vino la tarde a revolverme los cabellos. Estuvimos un rato la tarde y yo en silencio, como viejos amantes que se lo hubieran dicho ya todo. O como viejos amantes que nunca hubieran necesitado decirse nada.
Yo nunca he sido dado a las nostalgias baratas, pero detrás de las espigas suelen dormir las arañas y detrás de la humedad acostumbra a respirar el dolor de huesos.
Yo sólo intento aprender a recordar bien. A recordarme bien. Allá, junto al mar o en cualquier otro rincón que haga esquina con murmullos y demás resortes de la melancolía. Yo sólo intento no ser como las muchachas que huelen con cuidado los botes de champú en el supermercado como si esa elección fuera la más importante de sus vidas. Más aún, estando seguras de que en ese instante, en ese recinto, un perfume u otro pueden devenir en un futuro u otro.
Cuando estuve en el Mar del Norte la existencia misma estaba subyugada al temblar de una cometa, al horizonte curvo, como la mayoría de las dudas. La existencia misma y el olor a sal que todavía nadie ha conseguido embotellar.
¿Acaso es ese champú el que siguen buscando las muchachas en los supermercados? ¿Ese aroma a mar gris y existencia plegada sobre sí misma? Será por eso por lo que abren el bote, se lo acercan a la nariz, respiran, sacuden la cabeza resignadas y vuelven a dejar el colorido objeto en su estantería. "No, éste no es el mar que busco".
Ahora os hablo a todas vosotras, muchachas de la sección de higiene de los supermercados. Me odiaréis por desvelar el secreto, pero no tengo opción: no se puede encapsular el mar. No se puede. No es como esos cascotes del Muro de Berlín que los turistas compran y colocan en el mueble del salón para vivir orgullosos de poseer un pedazo de Historia. No. No se puede poseer el mar.
Si acaso, podéis acercaros al Mar del Norte un día nublado y bucear. Podéis salir con el pelo revuelto de mar y viento oeste. Y quizá, si os concentráis, podéis sentiros parte del mar, entender salitre, plegaros ásperas como acantilados. Tal vez a partir de entonces vuestra voz sea un vaivén como las mareas y ya no tengáis que volver a escrutar champús en los pasillos de los supermercados.
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Cierto. No se puede poseer el mar, pero el mar puede poseernos a nosotros.
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